mi primo Luis
Este blog va un poco de cosa literaria asi que os dejo un enlace para solaz y recreo de la intelectualidad.
Para muestra os dejo esto que escribio mi primo cuando murió nuestra abuela:
28 julio 2003
Adiós, Finucha
Te nos vas, Delfi, te nos vas, chiquilla sonriente...
Ahora que lo pienso, ¿cómo te tengo que llamar yo ahora?... ¿Delfi? Ese era un nombre nuevo para ti, un nombre por el que nadie te llamó jamás. Un nombre inventado por tus nietos cuanto ya nos hicimos mayores y nos incomodaban un poco, digo yo que sería eso, los nombres viejos y cariñosos. Eso de “Delfi” estaba más o menos bien, un nombre amable y como desinfectado, casi divertido, familiar, muy cortés. Pero no eras tú... No te reconocías, me parece a mí, en ese nombre raro y reciente de “Delfi”.
Últimamente todos te llamaban “Bisa”. “Bisabuela”. Claro, ya tenías bisnietos así que eras bisabuela. Pero qué horror de nombre, chiquilla, cuántos años te tiraba encima aquello de “bisa”... Con lo mirada que tú eras para tu aspecto, jamás consentías que te viera nadie sin tus dientes, tan guapa con tu pelo plateado, tu bastón, tu sonrisa que desde luego tú sabías que era cautivadora... No te pegaba nada lo de “bisa”. Coquetona.
El abuelo Fernando, tu marido, que lleva treinta y cinco años y cinco meses esperando por ti (que se dice pronto), te llamaba “Fina”. Era diminutivo de “Delfina”, que es tu nombre, pero ¡cómo acertó! Fina. Abuela, ésa es la palabra que mejor te describe. Fina. La tuya ha sido una vida extraña, extraordinaria, marcada siempre por esa cualidad: la delgadez, la finura, la condición del junco, que se dobla pero no se rompe; aquello que está pero que no se ve, la presencia silente, lo que el silencio es a la música, la sombra dulce que acompaña siempre a la luz violenta. Eso ha sido siempre Fina. Y también, y por lo mismo, la capacidad indomable de resistir a la adversidad, y de vencerla, gracias a un arma tuya personal, un arma que nadie supo jamás usar como tú: la sonrisa, la delicadeza, la inmensa delicadeza de tu sonrisa.
Te quedaste huérfana de padre y madre siendo casi una niña, en un momento terrible para este país y para ti. Te convertiste, con muy pocos años, en una jovencísima cabeza de familia numerosa, numerosísima, y había que alimentar a aquella tropa, a todos aquellos críos hermanos tuyos, y había que sacarlos adelante. Te tocó aquella bola negra a ti sola. Y lo hiciste. Te multiplicaste por dos, por tres, por diez, por lo que hizo falta. Pero lo hiciste. Nadie sabe cómo. Nadie sabría explicar cómo sin tu sonrisa, tu don de gentes, tu irrepetible capacidad para irradiar bondad con aquella sonrisa tuya. Aquellos niños salieron adelante gracias a ti, callada, trabajadora, sonriente siempre: para ti, un día de tormenta no era un día de tormenta sino la víspera de un día de sol. Una desgracia no era más que el preludio necesario a algo radiante.
Te llegó el amor jovencísima, al borde de los veinte años, y lo trajo un chico guapo y con txapela que te vio sonreír y dijo: “Su hermana está bien, pero ésta es a la que yo quiero”. Te casaste con él. Te viniste a vivir a León, a una casa que yo no podré olvidar mientras viva, y tuviste tres niños sin dejar de sonreír un solo segundo, a pesar de todos los problemas que se cernían, como nubes negras, sobre aquel hogar de ladrillo rojo de la calle de Serranos.
Cuando tu marido se quedó sin trabajo, ya mayor, tú volviste a sonreír: “Algo habrá que hacer”, dijiste, para que tus hijos pudieran comer, y te pusiste... ¡a coser! Fue una inundación. No hay familia de León que hoy tenga más de dos generaciones que no haya vestido los jerseys, las chaquetas de punto, los chalequitos y las rebecas de Delfina. Ninguna. Lo hacías tan bien que pronto no te quedó más remedio que crear una pequeña empresa: las chicas que contratabas se juntaban en el taller, en el bullicioso cuarto de atrás de tu casa, el que muchos años después sería el mío, y cosían al ritmo de la música que ellas mismas cantaban: “Dónde vas, Alfonso Doce, dónde vas, triste de ti...” Claro, aquello iba lentísimo. Así que tú misma interrumpías la canción, yo he visto eso con muy pocos años, y empezabas otra: “Pisa morena, pisa con garbo, que un relicario, que un relicario me voy a haceeer...” Así ellas cosían más aprisa y tú sonreías más y más, contenta de hacerlas coser más gracias a que ellas se sintieran felices con la música, algo que no se le ha ocurrido, mucho me temo, al dueño de ningún banco de hoy en día. Claro que también mucho me temo que ningún dueño de banco se te pudiera parecer ni por lo más remoto.
Aquellas chicas que trabajaban para ti te querían, abuela. Yo lo vi. No eran sólo las empleadas que trabajaban en tu casa. Seguramente alguna está aquí ahora. Te querían. Porque te hacías querer, ¡es que eso no has podido evitarlo nunca! Estaba en tu forma de ser, en tu forma de hablar, sobre todo en tu forma de sonreír. Yo era un mierdín de ocho años que se colaba como una lagartija en el taller de costura, que se aprendía las canciones y que se extasiaba con el mecanismo mágico, incomprensible, de la devanadera de los ovillos de lana. Aquel era un mundo amable e inalcanzable para mí. Pero lo veía. Y me asombraba. Y presumía en el colegio con toda rotundidad: “Sí, tu padre tendrá un Citroën, mira qué bien, ¡pero es que a mi abuela la quiere todo el mundo!” Mis amigos del colegio se callaban, extrañados y hoscos. A nadie de sus familias le quería todo el mundo. Eso valía más que un Ciotroën o que un equipo entero de reglamento del Athletic de Bilbao.
Y por entonces, a los ocho o nueve años, aprendí a llamarte con un nombre personal, sólo mío, que no sé dónde oí: Llalla Finucha.
Tú eras mi Llalla Finucha. La que yo más quería. La que me sonreía siempre, pasara lo que pasara. La que no se cansaba jamás de quererme, aunque yo fuera un trasto que sacaba de quicio a mi madre. La que me hacía chaquetas, chalecos, jerseys de punto y de lana, a mí y a mis hermanos, que se quedaban inservibles en pocos meses, porque íbamos creciendo, crecíamos tan deprisa... Pero siempre había otros nuevos. A una velocidad endiablada.
A esa misma velocidad fueron pasando las cosas que hacen y deshacen la vida. Tu hijo pequeño, Miguel Ángel, murió rápidamente de una enfermedad incomprensible e injusta. Hace casi exactamente veinte años de esto. Tú no descompusiste el gesto ni un solo segundo. Muy pocos te vieron llorar. Más pronto que tarde, de tus lágrimas renació tu indomable, tu inexpugnable sonrisa: hacia delante. Siempre hacia delante. Te tragaste entero el dolor para que quienes estábamos contigo supiésemos que la vida, según tú, no estaba sino hacia delante. Que había que seguir. Y era tu hijo pequeño...
Esa vida de mierda, o lo que algunos llegamos a pensar que era una vida de mierda, te trató con una crueldad sin límites. Años después se nos fue, en un accidente de tráfico, el más brillante de tus nietos, el más querido de mis primos, Fernandín. El golpe fue horrible. Pero, sobreponiéndonos a nuestro propio dolor, todos pensamos: “Esto sin duda acaba con la abuela...” Y no. La abuela, casi con ochenta años, colocó la foto de su nieto junto a la de su hijo, y junto a las de sus padres, y se acostó a respirar despacio. Luego, al cabo de un tiempo sin límite ni nombre, se levantó, se fue a la cocina y se puso a hacer torrijas con pan duro.
Y a sonreír. La vida, enseñaba la abuela, no se acaba en el dolor, en la tristeza, en la desesperanza; sigue, sigue, sigue siempre. Sonríe, idiota: la vida siempre merece la pena, ¿no lo ves? ¡Sigue! ¡Levanta la cabeza! Hacia ahí señaló siempre el dedo de la abuela, desde que tenía quince años hasta que casi cumple 94. ¡Levanta la cabeza! Nada se acaba nunca mientras tú no te rindas, siempre quedas tú para volver a alzar con tus brazos cualquier género de escombros y reconstruirlos en una nueva hermosura. La vida es lo que nosotros empujemos porque sea, la vida es nuestra voluntad, la vida es nuestro entusiasmo y nuestra determinación, la vida son nuestras ganas indomables de vivirla, de amar y de ser amados, de resistir al dolor, por más horrible que sea, porque algo hay después que merece la pena de ser vivido. La vida no es más que las ganas tremendas de vivir la vida a sangre y fuego.
La vida es que te quieran porque te has hecho querer, que te amen porque te has hecho amar, que te recuerden porque, como yo decía de mi abuela en el colegio, “te quiere todo el mundo”. Mírese cada cual ahora mismo, ustedes que escuchan, y piense cada uno si está a la altura de esta pobre y sonriente señora de Barreda, Santander, que tejía día y noche, día y noche, para lucimiento de la buena sociedad leonesa, chaquetas y chalecos de punto como éste que yo llevo ahora mismo con todo el orgullo del mundo, y lo hacía para que sus hijos pudieran comer.
Ahora te vas, chiquilla de la eterna sonrisa, abuela feliz y cariñosa, que siempre dijo “foglore” y no folclore, que me llevaba de chiquito a oír en la Catedral “El Mesías” de Haendel para que yo fuera aprendiendo, que hace las torrijas y el flan de coco y la leche frita como nadie jamás en el mundo volverá a hacerlas; te vas y es ley de vida que así sea, pero quiero decirte algo, muy poca cosa:
Vete tranquila, Llalla Finucha. Lo has hecho bien. Lo has hecho extraordinariamente bien. Has hecho un maravilloso, un excelente trabajo. Has creado una familia férrea, unida hasta el límite mismo del amor, que nunca se disgregará, y eso será gracias a tu ejemplo. Has sido una excelente madre, una inolvidable abuela y una maestra consumada de las difíciles artes del cariño: nos has enseñado cosas que nadie más que tú sabía para ser felices sin hacer daño a nadie.
Vete tranquila, Llalla Finucha. Vete tranquila. Tu precioso legado de amor queda en buenas manos y crecerá después de ti.
No te olvidaremos jamás, jamás. Nunca.
Gracias, gracias. Gracias por tu permanente y combativa sonrisa, gracias por toda tu vida obstinadamente consagrada a hacernos mejores de lo que somos.
Gracias, madrina mía. Gracias, cariño nuestro.
Protégenos desde allá. Cuídanos. Míranos. Sonríenos siempre. Es el último favor que te pido.
Un beso. Y buen viaje.
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